| martes, 19 de junio de 2007 | |||||||||
• Un problema social que ha cumplido 60 años. El analfabetismo y la desnutrición campean en poblado de Chincha Baja, a tan solo 350 kilómetros de Lima. El INC intenta reubicarlos, pero ellos no quieren salir. Dependen de los sembríos de algodón. Alfredo Pomareda. Enviado a Ica. El colegio queda a cinco kilómetros. Los campos de algodón, en cambio, los tienen ni bien abren los ojos. Ellos no alcanzan a la cosecha, es al revés. Por eso no es tan fácil decirles invasores en la cara, ni que cometen un delito al vivir sobre seis huacas que tienen 900 años y que son Patrimonio Cultural de la Nación por pertenecer a la cultura Chincha. "Una civilización muy respetada a finales del incanato. Basta decir que su curaca se paseaba en andas junto a Atahualpa", cuenta Max Uhle, un filósofo alemán que murió enamorado del sur peruano. "Perdóneme, pero se cagan en la historia, que es mía y de ellos", dice un hombre desesperado que se llama Alfredo Gonzales, y que es desde hace dos años director del INC de Ica. Alfredo no sabe cómo decirles a los pobladores de Letardo Bajo que están destruyendo un pedazo de la historia. Atentado cultural. La serie de fotos muestra cómo los pobladores de Letardo Bajo utilizan el barro de los muros preíncas para hacer adobes y construir sus casas. Acá la mayoría de adultos y niños son iletrados y laboran en las cultivos de algodón y uvas. Abajo. Muchos establos se levantan sobre huacas de la cultura Chincha. Alfredo quiere llorar cuando reconoce que sí, que todo parte de un libro (el mismo con el que envolvían tabaco). Él es profesor y les dice a sus alumnos que la educación es el único medio para no ahogarse en la ignorancia. Pero cuando escucha, por ejemplo, a Edwin Ludeña Mancha, presidente de la Junta Vecinal del asentamiento humano Letardo Bajo, le entra ‘el tunche’ y se le quita lo amauta: "Y a ver si nos sacan vivos de nuestro hogar. Además, que levante la mano quien no haya tomado algo que es de nadie", reta Edwin, con una gorra que le cubre la vergüenza. Ella se entretiene observando una cámara fotográfica y al ver la reproducción de su rostro confunde el aparato con un espejo. Casi todo le parece nuevo. Está de más decir que es analfabeta: "Soy Yolanda Mamani, tengo 12 años y apaño algodón desde la mañanita". Le faltó contar que es puneña y que no conoce una escuela. Tampoco sabe de Max Uhle, ni de Alan García, ni del Chapulín Colorado. Lo único que le interesa es acabar su plátano para ir hacia un tabique de adobe que también es milenario y del que sacará un poco de tierra para fabricarle una casa a su chancho Jacinto. "Es una situación muy difícil, no podemos sacarlos de este lugar, porque no tenemos dónde reubicarlos. El Estado es el responsable directo, se ha debido poner coto antes, para evitar que construyan sus casas". Palabras de un impotente director del INC sureño, quien recibe una partida de 1,500 soles al mes, dinero que le alcanza para pagar a los dos guardianes que cuidan el Museo de Ica. Alfredo no tiene movilidad, va en bus cuando es necesario apagar incendios como los de Chincha Baja. Por cierto, si en Letardo Bajo no existe un solo libro, estaría de más pretender que los campesinos tengan ejemplares de El Peruano. Un diario en el que cinco años atrás se publicó la Ley General del Patrimonio Cultural 28296 y sindica como un delito la usurpación de un bien arqueológico. El castigo: el invasor podría ser sancionado hasta con mil Unidades Impositivas Tributarias (UIT). Suma imposible de pagar para estos campesinos. La mayoría son campesinos de Puno, Cusco y Huancavelica que llegaron a Chincha Baja huyendo de la violencia y del hambre, para laborar en cooperativas como San Antonio o Giribaldi que manejan cientos de hectáreas para el sembrío de algodón y uvas. "Desde 1967 trabajo aquí tirando lampa. Soy peón", resume Julio Emilio López, hombre de frases cortas y de historias inacabables: "Hace treinta años –narra– los campesinos, mientras cosechaban uvas, tenían que silbar. Si no lo hacían el capataz usaba el látigo. ¿Por qué? Silbar evitaba que comieran la uva". Echarlos, tarea difícil Día a día desaparecen el patrimonio y no sienten pesar. Hace seis décadas, cuando llegaron los primeros invasores, encontraron una belleza derruida. Imposible de ser apreciada con ojos analfabetos. Max Uhle, cien años atrás, se maravilló de haber hallado la cultura Chincha. Dos visiones distintas e imposibles de juzgar: a Uhle le enseñaron que en América existió un imperio que brilló bajo el Sol. A los invasores de Letardo Bajo nadie les contó esa historia, ni siquiera los alcanzó la tradición oral.
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