Alberto Adrianzén M.
Luego de escuchar al presidente García hace unos días en la Cumbre Empresarial, definirse como un hombre de izquierda y al mismo tiempo como un agitador de las inversiones, es bueno preguntarse si la crisis de la izquierda, finalmente, ha tocado fondo. Que un presidente que representa a las posiciones ya ni siquiera apristas, como afirmó en este diario Alain Touraine, sino más bien a una derecha neoliberal pasando de moda en este continente, se defina como de izquierda porque, como dijo, tiene una cierta emoción social y una preocupación por los pobres, muestra, además de la demagogia, no solo la magnitud de la crisis sino también la confusión que hoy existe respecto a la palabra izquierda. 
Sin embargo, también hay que decirlo, es poco lo que han hecho los dirigentes de la izquierda por enfrentar esta crisis y aclarar esta confusión. Hace un par de semanas en un seminario organizado por IDEA Internacional sobre el Pensamiento Político Peruano, Rolando Breña, dirigente de Patria Roja, no tuvo mejor respuesta, luego de que Marisa Glave planteara la necesidad de un cambio profundo de esta dirigencia, que decir que su permanencia, como la de los otros dirigentes, obedecía a que ellos querían dejar como herencia a las nuevas generaciones la unidad de izquierda.
La respuesta de Rolando Breña es otra expresión más de la profundidad de esta crisis. El problema no es solo que Breña se olvide de que la actual dirigencia ha participado en más de una ruptura de la izquierda sino también que su permanencia es un claro anuncio de que no tendremos algo que es fundamental para la recomposición de una fuerza política: un balance. Además, es bueno preguntarse qué herencia quiere dejarnos esta dirigencia que ya tiene varias décadas "conduciendo" a la izquierda. Por eso creo que ha llegado el momento de debatir públicamente –como lo está haciendo Antonio Zapata– el futuro de la izquierda peruana.
Quisiera plantear en esta ocasión que la crisis de la izquierda peruana está asociada a su incapacidad para responder a lo que podemos llamar una triple crisis que se presentó de manera simultánea hace ya casi dos décadas y en un contexto de profundos cambios políticos, sociales y económicos.
La primera crisis, tal como señaló el ahora inexistente Partido Comunista Italiano en 1982 luego de los sucesos de Polonia, es el fin del ciclo de la Revolución de Octubre. Ello se manifestó a fines de la década de los 80 con la caída del Muro de Berlín y años después, con el desplome de la propia URSS. Ello nos puso frente a la crisis del comunismo y del concepto de revolución.
La segunda crisis está marcada por el fin del ciclo de la nueva socialdemocracia que surgió luego de la crisis de los años 30. Es decir, aquella social democracia que cambió el programa evolucionista de la II Internacional por otro keynesiano que buscaba un nuevo consenso capitalista sobre la base del Estado de Bienestar. Esta crisis se expresó en el triunfo del neoliberalismo como también, al carecer de una respuesta a éste, en un proceso de derechización de esta socialdemocracia como hoy se puede observar en el laborismo inglés y en las famosas tesis de la Tercera Vía.
Finalmente, la tercera crisis es la del fin del ciclo de la revolución cubana (o de la lucha armada) a inicios de los años 90. Señalamos esta fecha porque en 1990, el Frente Sandinista de Liberación (FSLN), luego de tomar el poder con las armas en 1979 en Nicaragua, se lo entregó a Violeta Chamarro al ganar esta las elecciones. Una guerrilla triunfante, como lo fue el sandinismo, que era parte del ciclo que abrió la revolución cubana, decidió no repetir la experiencia de ese país sino más bien fundar una democracia representativa y plural. Igual camino siguieron otras guerrillas como el Frente Farabundo Martí en El Salvador o el M-19 en Colombia. El mérito del sandinismo, más allá de las críticas que se le pueda hacer hoy, fue entender que la principal tarea no era construir un Estado revolucionario sino más bien una democracia. Dicho de otra manera el camino de la revolución era también el camino de la democracia.
Cuando se dio esta triple crisis, la izquierda no supo qué responder y menos cómo actuar. Permaneció como suspendida en el aire, no podía ser ni revolucionaria (comunista o "nueva izquierda") ni reformista (socialdemócrata), se quedó atrapada en el pasado y en la confusión. No es extraño que las nuevas alternativas, digamos de izquierda, como es el nacionalismo o los pequeños núcleos del radicalismo juvenil, hayan surgido por fuera de esta, marcando así lo que podemos llamar su ocaso. Por eso una condición previa, si la izquierda quiere volver a la política, es su total renovación, porque el balance es tarea de las nuevas generaciones.