Por: Mirko lauer
De alguna manera Alan García parece haber superado el síndrome de la popularidad decreciente, y puede empezar a ser visto desde la perspectiva de un presidente en la última etapa de su mandato. Ya no importa si la aprobación baja, pues el tema de referencia cada vez más va a ser el 2011. Así las cosas, ¿qué le queda por hacer?
El dinamismo de la economía, el volumen de reservas y la correlación de fuerzas sugieren que no tendrá mucho problema en cumplir con el proyecto de su segundo gobierno: seguir adelante aprovechando una economía beneficiada por la globalización. No es muy original (es el tercer presidente que lo hace), pero políticamente funciona.
Si se materializa un crecimiento de 6%, y aun el 4% que algunos pronostican, el 2009 es políticamente suyo. Pues ningún opositor va a levantar cabeza realmente antes de la campaña del 2011. Más bien muchos candidatos se le van a acercar en pos del voto aprista y el beneplácito del Ejecutivo para ese momento.
Para lo que valga, las cifras comparativas de su gestión administrativa con las del anterior le son favorables. Lo cual podría incluso distraer de las promesas incumplidas de la campaña del 2006, un tema que suele terminar diluido en consideraciones de la razón de Estado. Más todavía cuando aparezcan promesas frescas en el mercado.
Entre sus principales logros políticos hasta el momento está haberse mantenido al margen de los escándalos políticos, haber controlado a medias su impulso a terciar en debates políticos donde no había nada que ganar, haber construido una imagen presidencial enérgica y criolla que lo ha blindado frente a los intentos de demolerla.
Sus errores: un discurso confrontacional sin retorno, un desdén por las ventajas del centro político, una imagen de concesión frente a los grandes intereses económicos que las mayorías asocian con sus problemas, una subestimación de la capacidad erosionadora de las izquierdas, una confianza ciega en la gratitud de los pobres beneficiados por el crecimiento.
Aun así, en medio de la protesta García se mantiene como el referente principal e inevitable de la política peruana. Hacia el tercer año de gobierno nadie ha podido acercarse siquiera a ese papel privilegiado. Parte es obra del proverbial presidencialismo, pero parte obedece también a un enérgico activismo presidencial.
Hay en todo esto lecciones de Alejandro Toledo: confiar en el poder balsámico de la economía a pesar de la obvia inequidad social, manejarse dentro de las convenciones democráticas, mantenerse en lo posible dentro de lo banal y comprensible en el tratamiento de los asuntos públicos, descartar la imaginación en la tarea de gobierno.