Por Jorge Bruce
Nuestra urbe caótica e inabarcable está de aniversario. Salta a la vista que no hemos podido resolver, en estos cerca de cinco siglos, los principales desafíos que nuestra inestable convivencia ha ido planteando. Quizás el más grave sea el del transporte público (pero en competencia con la seguridad, la basura, la informalidad, la vivienda, el agua y un largo y maloliente etcétera) que hace de nuestra metrópoli un organismo esclerótico, mal irrigado, ineficiente y malhumorado. En vez, hemos generado un sinfín de “soluciones” parciales que solo desplazan el problema o lo empeoran: el desvío del alcalde Masías en Miraflores, los taxis chatarra importados con timón cambiado o las combis desvencijadas e igualmente contaminantes son síntomas de una misma incapacidad para tomar al toro por las astas, ponerle el cascabel al gato o llamar las cosas por su nombre. En suma, eso que el alcalde Elguera consideraba la mejor protección de nuestra capital contra las epidemias importadas: “En Lima hasta los microbios se ahuevan.” Eso que hace al Gobierno nombrar este año el de la “crisis externa”. Ese cultivo del eufemismo, el esquive y el diminutivo, práctica inveterada que nos sume en la indefinición.
Prueba de lo anterior es la persistente popularidad del alcalde Castañeda. Gracias a la pericia con que elude enfrentar ninguno de los dilemas más graves que nos retan, su popularidad se mantiene en alturas de soroche para la clase política desprestigiada con fundadas razones. Acaso porque su carácter plomizo, su tono de voz monocorde y su verbo reticente le confieren esa cualidad que el escritor Marcel Aymé llamaba un passe-muraille (pasa-muralla). Es decir, un personaje vacío e insustancial pero con una capacidad camaleónica desconcertante. Esto resulta funcional para mantenerse en la punta de las encuestas, en una megalópolis variopinta y multicultural, pero no ayuda a cambiar esa tónica improvisada, meliflua y procastinadora que nos empantana en el limbo de la mediocridad. Más bien la fomenta.
Pese a lo anterior, que es un homenaje a la visión corrosiva y anticipatoria de Sebastián Salazar Bondy en su implacable alegato contra la Arcadia colonial y su demos blando, acomodaticio y ferozmente desigual, hemos llegado a un punto en que no podemos seguirnos solazando en la autoflagelación. O somos capaces de canalizar la inmensa vitalidad que empuja nuestra ciudad o colapsamos. Ninguno de los males arriba mencionados es invencible: otras urbes de la región –Guayaquil, Santiago, Medellín, Bogotá, por citar algunas– los están derrotando. Para eso tenemos que comenzar por enfrentar esa fastidiosa tendencia a encontrarles justificaciones a nuestras debilidades: que es un problema cultural, que somos provincianos pujantes, que la plata no alcanza, que no nos dejan trabajar, que la culpa es histórica… Si bien estas excusas tienen asidero, urge trascenderlas y refundar nuestro pacto de convivencia, en una concertación de voluntades –municipales, gubernamentales y sobre todo personales– que apueste por la vida y el bien comunes. Feliz cumpleaños a nuestra achacosa, bullente, desordenada pero entrañable villa (es la única que tenemos).